En un anuncio que recorrió el mundo como un relámpago diplomático, el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, proclamó un “cese al fuego total y completo” entre Israel e Irán. Según su versión, ambos gobiernos habrían aceptado detener las hostilidades tras días de ataques cruzados, bombardeos estratégicos y crecientes bajas civiles. La declaración fue vendida como una muestra de liderazgo global… pero la realidad en tierra cuenta una historia muy distinta.
Horas después del anuncio, nuevas explosiones estremecieron suburbios de Teherán y zonas militares cercanas a Tel Aviv. Irán negó públicamente haber aceptado cualquier acuerdo y advirtió que sólo detendría sus ataques si Israel se comprometía primero, algo que nunca se formalizó. Israel, por su parte, reanudó sus incursiones bajo el argumento de una “autodefensa preventiva”, mientras drones sobrevolaban cielos en disputa.
Trump, fiel a su estilo, cambió el tono tras las violaciones del supuesto acuerdo y arremetió contra ambos países. “No saben lo que hacen”, dijo, visiblemente frustrado. La supuesta tregua se convirtió rápidamente en un búmeran político: ni era formal, ni bilateral, ni sostenible.
Mientras las cancillerías del mundo evalúan la fragilidad de este escenario, la población civil sigue atrapada en medio del fuego cruzado. El humo no se disipa ni con tuits ni con discursos grandilocuentes. Las sirenas antiaéreas siguen sonando, y las morgues se siguen llenando.
La interpretación dominante entre analistas internacionales es clara: más que un verdadero acuerdo de paz, estamos ante una jugada política mediática. Un intento desesperado de protagonismo en un tablero geopolítico cada vez más volátil.
La paz no se impone con micrófonos. Se construye con compromisos. Y hoy, aún no hay señales reales de ello.
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